Luis y el violinista siguen tocando por la calle, normalmente junto al malecón. Billie y yo seguimos descansando en el hotel y por la noche nos vemos los cuatro en la playa, acompañando a las estrellas con esa música que ellos traen del sur. En el sur hay historia. Luis nació en Rosario, ciudad con tradición artística, dice él. Luis podría ser el abuelo del violinista, pero parecen hermanos. Comparten una luz entre los dos que a Billie le recuerda a la que compartía con aquel judas del barco que se suicidó con el arma más eficaz: la indiferencia. Billie no quería desconfiar de nadie pero...
-Tú eres así, Billie. Crees en la gente. Yo nunca te voy a fallar
-¿Estás seguro? –Me dijo riendo con mirada incrédula –¡Ya lo sé, Charlie! –Pasando su mano por mi hombro con una sinceridad herida por una puñalada de la vida.
El joven del violín (que nunca nos dijo su nombre) se incorporó al grupo con el que toca Luis. Todos son sudamericanos y tocan el folclore de allí. Ahora sé cómo se llaman esas flautas de madera: quenas. La guitarra pequeña es un charango. Luis me ha dado unas clases de terminología Lunfarda y me ha contado una historia que hablaba de un cafisho farabute que sacaba chala de las minas en el quilombo de su paica. A veces no entiendo a Luis y al violinista cuando están tocando, no porque canten en lunfardo, si no porque la comunión entre los dos es tal que aunque se conocen desde hace unos días, la música que sale de sus manos parece ensayada. Nadie diría que improvisan. Si vuelvo a la panadería le contaré todo esto a John, el hijo de la señora Malory. Él lo entenderá. La música es capaz de desvelarme sentimientos que no he podido descubrir en la consulta del doctor Strauss ni en las clases de miss Kinnian. Ni siquiera Sally, cuando estaba triste, me provocaba esta sensación tan especial de convivir con la vida.
Y es que Sally la triste era otro cantar.
Ahora, con el faro – cíclope acechando naufragios como un gran foco dirigido a un escenario vivo, Luis habla de la vida, del amor y de otras enfermedades mientras el violín resbala en un quejido tenue. La calma que se respira es como la que queda cuando tomamos aire para un estornudo: tan breve que hay que aprovecharla.
Luis coge su guitarra llena de arena de tantas playas como ésta y la abriga entre sus brazos. Sus dedos acarician las cuerdas como pájaros tendidos en los cables de la luz. Luis canta y toca con un sabor a tango irremediable. El violinista mira las manos de Luis, mira su cara. Sí, Billie está viendo la cara de su amigo, cuando soñaban juntos y creían que había magia entre los dos. Sí, Billie sólo desea que entre Luis y este joven haya magia de verdad, aunque sea necesario cambiar treinta judas por un amigo. Billie encontrará su magia. No he conocido a nadie que sepa encajar tan bien los golpes como él. Me repite siempre que la indiferencia es el mayor castigo, pero él no sabe ser indiferente. De hecho, creo que en su interior está esperando que aquel judas que se suicidó matando su confianza, obre el milagro de resucitar esa amistad. Quizás sea eso la vida: esperar (como yo aquí), con Billie, Luis y el violinista, iluminando con sus ojos todo el destello posible para entender que esto es lo que querría hacer con mi vida: vivirla.
Canción: La canilla del patio (Rafael Amor)
-Tú eres así, Billie. Crees en la gente. Yo nunca te voy a fallar
-¿Estás seguro? –Me dijo riendo con mirada incrédula –¡Ya lo sé, Charlie! –Pasando su mano por mi hombro con una sinceridad herida por una puñalada de la vida.
El joven del violín (que nunca nos dijo su nombre) se incorporó al grupo con el que toca Luis. Todos son sudamericanos y tocan el folclore de allí. Ahora sé cómo se llaman esas flautas de madera: quenas. La guitarra pequeña es un charango. Luis me ha dado unas clases de terminología Lunfarda y me ha contado una historia que hablaba de un cafisho farabute que sacaba chala de las minas en el quilombo de su paica. A veces no entiendo a Luis y al violinista cuando están tocando, no porque canten en lunfardo, si no porque la comunión entre los dos es tal que aunque se conocen desde hace unos días, la música que sale de sus manos parece ensayada. Nadie diría que improvisan. Si vuelvo a la panadería le contaré todo esto a John, el hijo de la señora Malory. Él lo entenderá. La música es capaz de desvelarme sentimientos que no he podido descubrir en la consulta del doctor Strauss ni en las clases de miss Kinnian. Ni siquiera Sally, cuando estaba triste, me provocaba esta sensación tan especial de convivir con la vida.
Y es que Sally la triste era otro cantar.
Ahora, con el faro – cíclope acechando naufragios como un gran foco dirigido a un escenario vivo, Luis habla de la vida, del amor y de otras enfermedades mientras el violín resbala en un quejido tenue. La calma que se respira es como la que queda cuando tomamos aire para un estornudo: tan breve que hay que aprovecharla.
Luis coge su guitarra llena de arena de tantas playas como ésta y la abriga entre sus brazos. Sus dedos acarician las cuerdas como pájaros tendidos en los cables de la luz. Luis canta y toca con un sabor a tango irremediable. El violinista mira las manos de Luis, mira su cara. Sí, Billie está viendo la cara de su amigo, cuando soñaban juntos y creían que había magia entre los dos. Sí, Billie sólo desea que entre Luis y este joven haya magia de verdad, aunque sea necesario cambiar treinta judas por un amigo. Billie encontrará su magia. No he conocido a nadie que sepa encajar tan bien los golpes como él. Me repite siempre que la indiferencia es el mayor castigo, pero él no sabe ser indiferente. De hecho, creo que en su interior está esperando que aquel judas que se suicidó matando su confianza, obre el milagro de resucitar esa amistad. Quizás sea eso la vida: esperar (como yo aquí), con Billie, Luis y el violinista, iluminando con sus ojos todo el destello posible para entender que esto es lo que querría hacer con mi vida: vivirla.
Canción: La canilla del patio (Rafael Amor)
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