Hoy le he contado al señor Donner que ayer estuve con Billie en el cine y, por supuesto, me ha gritado. Esta tarde le contaré a miss Kinnian que ayer estuve con Billie en el cine y, por supuesto, me gritará. Es curioso, pero creo que harían buena pareja los dos. El señor Donner ni siquiera me ha preguntado por la película. De todas formas yo no iba a contarle nada, porque cree que voy al cine a dormir como hacía él cuando estaba casado. Tampoco tengo la necesidad de contarle todo al señor Donner, aunque al doctor Strauss sí se lo contaré porque quiero ser listo y la experiencia de anoche puede ayudar.
Y es que anoche, después del cine, Billie me llevó a conocer a la mujer de la calle Lory. Yo estaba nervioso pero no tenía miedo, porque aunque no soy listo, sé que me gustaría dormir sobre un vientre plano de mujer. Así que Billie me invitó a tomar una cerveza en ese local de la calle Lory, pero como me estoy medicando, le pedí al camarero un batido de chocolate. Billie dijo: “con Whisky, por favor”, mirándome con los ojos que tiene guardados para las situaciones difíciles. Yo no quería beber eso pero, al rato de estar allí, con la música como el humo que no dejaba respirar, tomé un trago como buscando aire en el fondo del mar y mi cabeza comenzó a dar vueltas hasta que Billie dijo basta, y paré.
Se sentó a mi lado una señora muy amable que hablaba sin parar, moviendo con delicadeza sus manos y sus labios. Billie parecía entenderla porque le reía las gracias, que a mí no me hacían. Era como una burguesa salida de un cuadro de esos franceses que tienen los colores desgastados. He visto algunos en los sobres de azúcar. Estuvo hablando con ella y, después de dos copas más, Billie me dijo que esperara y que me divirtiera un rato. Se levantaron y se fueron. Yo no dije nada, pero sabía que esa mujer no era la del otro día, la de los pechos como pozos de agua, porque no tenía monedas en el escote. Dejé allí el batido y la música como el humo y salí a la calle a esperar a Billie.
Las luces de los coches me recordaron lo del cine, la persistencia retiniana que me contó el profesor Neimur, y pensé que quizá algunos suicidas habían muerto bajo un coche creyendo que esa luz venía de una película como la que vi esa tarde. Quizá el suicidio era otra imperfección visual más, como los espejismos sin agua en el desierto, o la idea de ser listo, o de ser útil en las clases de miss Kinnian y en la panadería del señor Donner, o en la cama con una mujer que no pidiera mi acta cerebral... no sé. Al menos ahora creo que puedo darme cuenta de la distancia entre ellas y yo, como cuando conocí hace dos semanas y tres días a Sally, la enfermera del doctor Strauss.
Sé que su pelo no caerá sobre mi cuello nunca, que no tendré el sabor de sus pechos en una mañana sin televisión en la panadería y por supuesto sé que su luz, como en las películas, será de otro hombre listo, simpático y con un coeficiente intelectual al menos de noventa. Quizá estoy haciendo progresos, porque ahora veo en mi imaginación una flor abierta llamando a todas las abejas, y en esa carrera llego yo y me salpico de polen y estornudo y sonrío con los ojos llenos de sangre, y la flor se abre cada vez más hasta llegar al fondo de mis deseos y yo me quedo a vivir en esa flor por encima de las otras flores, pensando que es a Sally a la que pertenece...
Ese sueño se lo contaré al doctor Strauss. Y a Billie, si quiere oírlo después de dormir sobre un vientre plano de mujer.
Canción: La Magdalena (J. Sabina - Pablo Milanés)
Y es que anoche, después del cine, Billie me llevó a conocer a la mujer de la calle Lory. Yo estaba nervioso pero no tenía miedo, porque aunque no soy listo, sé que me gustaría dormir sobre un vientre plano de mujer. Así que Billie me invitó a tomar una cerveza en ese local de la calle Lory, pero como me estoy medicando, le pedí al camarero un batido de chocolate. Billie dijo: “con Whisky, por favor”, mirándome con los ojos que tiene guardados para las situaciones difíciles. Yo no quería beber eso pero, al rato de estar allí, con la música como el humo que no dejaba respirar, tomé un trago como buscando aire en el fondo del mar y mi cabeza comenzó a dar vueltas hasta que Billie dijo basta, y paré.
Se sentó a mi lado una señora muy amable que hablaba sin parar, moviendo con delicadeza sus manos y sus labios. Billie parecía entenderla porque le reía las gracias, que a mí no me hacían. Era como una burguesa salida de un cuadro de esos franceses que tienen los colores desgastados. He visto algunos en los sobres de azúcar. Estuvo hablando con ella y, después de dos copas más, Billie me dijo que esperara y que me divirtiera un rato. Se levantaron y se fueron. Yo no dije nada, pero sabía que esa mujer no era la del otro día, la de los pechos como pozos de agua, porque no tenía monedas en el escote. Dejé allí el batido y la música como el humo y salí a la calle a esperar a Billie.
Las luces de los coches me recordaron lo del cine, la persistencia retiniana que me contó el profesor Neimur, y pensé que quizá algunos suicidas habían muerto bajo un coche creyendo que esa luz venía de una película como la que vi esa tarde. Quizá el suicidio era otra imperfección visual más, como los espejismos sin agua en el desierto, o la idea de ser listo, o de ser útil en las clases de miss Kinnian y en la panadería del señor Donner, o en la cama con una mujer que no pidiera mi acta cerebral... no sé. Al menos ahora creo que puedo darme cuenta de la distancia entre ellas y yo, como cuando conocí hace dos semanas y tres días a Sally, la enfermera del doctor Strauss.
Sé que su pelo no caerá sobre mi cuello nunca, que no tendré el sabor de sus pechos en una mañana sin televisión en la panadería y por supuesto sé que su luz, como en las películas, será de otro hombre listo, simpático y con un coeficiente intelectual al menos de noventa. Quizá estoy haciendo progresos, porque ahora veo en mi imaginación una flor abierta llamando a todas las abejas, y en esa carrera llego yo y me salpico de polen y estornudo y sonrío con los ojos llenos de sangre, y la flor se abre cada vez más hasta llegar al fondo de mis deseos y yo me quedo a vivir en esa flor por encima de las otras flores, pensando que es a Sally a la que pertenece...
Ese sueño se lo contaré al doctor Strauss. Y a Billie, si quiere oírlo después de dormir sobre un vientre plano de mujer.
Canción: La Magdalena (J. Sabina - Pablo Milanés)
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