INFORME DE PROGRESOS, 14




Esta mañana en la panadería, mientras atendía a la señora Malory, ha entrado Billie y -¡qué raro!-ella ha seguido hablándome como si nada de su hijo el clarinetista. Ahora toca en un club de jazz y ha dejado temporalmente Weill – Park los domingos. Se ha marchado con una sonrisa tan amplia y sincera que Billie no ha hecho ningún comentario sobre su hipocresía. Sólo dijo que yo la había cambiado. Entonces le hablé del clarinetista. Él le conocía, pero no sabía que era su hijo. Le ha caído bien la señora Malory. “Ves, Billie. No todo es como parece”, le he dicho después de contarle lo que me pasó ayer en la consulta del profesor Neimur. Se ha quedado sorprendido.

-Charlie, hoy me has dado una lección. Creo que te debo otra–Y mirando al señor Donner -¿puede venir Charlie conmigo?, será un momento –sorprendido porque Billie nunca le pide permiso para nada, ha hecho un gesto de afirmación con la boca abierta.

Yo como siempre no tenía ni idea de a dónde me llevaría Billie. En la calle los coches estaban parados por un atasco, pero esa no era la sorpresa. He entrado con Billie a la tienda de Corso, que está en la misma calle que la panadería. Allí es donde Billie vio a aquel hombre muerto. Quizás por estar tan cerca yo no había entrado nunca. Conocía al dueño, Jack Corso, un señor entre joven y viejo que yo saludaba a mediodía, cuando coincidíamos en la acera cerrando nuestros respectivos establecimientos. Su tienda tenía de todo y por la noche tardaba mucho en cerrar. A la entrada había un gran cartel con las ofertas de la semana. Yo comía productos de su tienda porque el señor Donner compra allí. Lo que no vendemos nosotros lo vende Corso. Somos la pareja perfecta, sector servicios hablando, claro. En el mostrador había una caja registradora y unos estantes con dulces. Al fondo, el tabaco. En el pasillo, junto a las verduras y la fruta, una cámara frigorífica.

-Atento, Charlie. Mira a la señora que va a pagar. Saca su dinero y Corso le da el cambio. ¿Lo ves?
-Sí, Billie. Lo veo. ¿Qué pasa?
-¡Shh, tranquilo!. Ahora Corso envuelve la compra con papel de arroz y la señora se marcha tan tranquila. ¿Lo ves? –Yo no entendía nada. Mientras me contaba esto alargó la mano sin mirar y cogió una botella de vino, la primera que había a su lado.-Vamos, Charlie. Es tu turno –Me dijo mientras me empujaba con la botella y el dinero que sacó de su bolsillo.

Corso me devolvió un dólar que me guardé ante la mirada de asombro de Billie por mi descaro. Salimos con la botella de vino envuelta en ese papel marrón fino. Yo estaba impaciente por saber qué demonios estaba pasando. Billie me dijo que Corso fue en su juventud uno de los mejores poetas de América. Se fue a Europa a pasar hambre. A la vuelta montó la tienda porque necesitaba ver comida y así, entre vino y bandejas de bacon, Corso sigue escribiendo poemas que copia en el papel con el que envuelve los alimentos, como dicen que hacía Bach con sus partituras en la tienda familiar donde trabajaba. Ahora sus poemas son leídos por los clientes o por los perros del basurero. Le quité el papel a la botella de vino con cuidado y curiosidad. Leí el poema en voz alta entre los pitidos de los coches atascados.

“Soy el último gángster, al fin seguro. Tengo un revólver que huele a gasolina y sangre, oxidándose entre mis manos artríticas”





Canción: Kentucky Avenue (Tom Waits)

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