INFORME DE PROGRESOS, 20




Esta mañana, después del desayuno en el hotel, Billie ha llamado al señor Donner. Le ha dicho que estaremos algunos días más aquí. Él le ha contestado que no importa, que ya se las arreglará solo, que el mar es lo mejor para mí. Estará contento. Ahora no necesita esconderse con miss Kinnian para que yo no les vea. Harán eso que ellos llaman amor en el pasillo, en el baño, en las escaleras, junto al horno de leña de la panadería, sin esa angustia de ser sorprendidos como dos niños que descubren el juego de papás y mamás. Cuando era niño, creía que jugar a papás y mamás era discutir todo el tiempo, pero Daisy me explicó que también se discute en horizontal. Daisy, en primaria, era mi esposa. Yo inventaba la manera de tratarla, porque no había conocido a mi padre y no sabía cómo hacer que una esposa comprendiera que quería dormir sobre su vientre plano. Pocos progresos he hecho, porque sigo sin saber cómo hacerlo. Imagino a miss Kinnian embadurnada de nata montada, sobre el señor Donner. En fin, que disfruten.

Nosotros nos quedaremos unos días más, para perder el tiempo en vivir. Y es que anoche ocurrió un milagro apto para ociosos únicamente. Mientras cenaba con Billie en un pequeño restaurante con vistas a las estrellas, una guitarra se acercaba con su sueño acompasado. La guitarra venía con músico: era aquel hombre mayor que tocaba el tambor grande. Esta música era menos carnaval y más milonga, como él mismo nos contaba después. Pasó a nuestro lado saludándonos con un pasaje virtuoso y se perdió en dirección al malecón como el que baja el volumen de la radio y luego apaga el equipo.
Allí, en el malecón, nos vimos más tarde. Luis, que así se llamaba, se incorporó a nuestra ronda nocturna por la selva de arena que aquella noche escondía peligros: unos chicos se bebían la producción anual de whisky con el espejismo de creerse tan sectarios como para caminar sobre las aguas. Otros peligros más hermosos eran las parejas que acompañaban con sus caricias el ir y venir de las olas. Entre todos estos baches en la selva de arena, el más pronunciado fue el que vimos junto a la orilla: un chico acunaba un violín recién nacido que se dormía con una canción de luna. El joven parecía dispuesto a entrar en el vientre de espuma como el que quiere volver a la nada de donde vino. Luis, Billie y yo observamos la imagen. Era tan poética que a nadie se le ocurrió detenerlo. Cuando comenzaba su viaje por el camino empedrado de la luna sobre el mar, Luis arrancó unas notas de su guitarra casi sin darse cuenta, como una banda sonora. El joven se detuvo. Quedó inmóvil. Despertó a su violín, lo clavó en su clavícula y comenzó a sangrar melodías que al principio sonaban a la carta de despedida tantas veces repetida por un suicida, y después, ya en arena firme junto a la guitarra de Luis, se convirtieron en el canto feliz del gallo, con la luna despertando al sol, y el violín y el chico y Luis y Billie y las parejas y los sectarios y yo, sangrando de amor y música, comprendiendo al fin que el amanecer es un nacimiento: El dolor de la mar por otro día recién parido.




Canción: Descarga en Cuba, Casa Edilia, septiembre 1997

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